El que pisa pasa el peso del poso que puso el paso. Y quien no pasa, no pesa ni pisa, pero tampoco posa.
No te engañes, Caperucita no era esa niña inocente de rubias trenzas y calcetines de algodón. Era una joven con poses de “lolita” capaz de hacer aullar a la luna y encender al lobo al anochecer. Aquella tierna joven aprovecha las ausencias de su abuela para desatar sus húmedas fantasías en la cabaña del bosque. Y aquel lobo preso de la lujuria se la come una noche, y a la noche siguiente también. Cómplices y amantes juegan entre exclamaciones y verbos, cuyas claves se desnudan entre los pliegues de las sábanas y el colchón. Abuelita, abuelita ¡qué boca más grande tienes! Acercándose a escasos milímetros de sus labios. Es para comerte mejor. Abuelita, abuelita...¡Abuelita, esto no es lo que parece! O sí, pero no. Y he ahí que aparece la abuela sorprendiéndolos a los dos. Pero mayor sorpresa se llevan la joven y su amante lobo cuando tras la abuela aparece en tanga el guardabosques y también el leñador. Abuelita